El existencialismo como
humanismo,
una breve lectura de
Jean Paul Sartré
por Octavio Chon (Krisaltis)
07-2010
El
existencialismo como humanismo no debe verse como una filosofía en donde lo
degradante del hombre se realza. Es la malinterpretación de aquellos que se
apegan a sus ideas del porqué de esta confusión. Y es que dentro de los roles
pertinentes en el creer que existe un fin -basado en un sistema de creencia o
pensamiento cuyas pautas se toman como cuestiones a prior-, no se puede entender el punto de vista por el que parte
Sartre.
Para Sartre, la verdadera acción,
podría decirse así, no está en la mera abstracción de la realidad, sino que se
encuentra en el hacer mismo original. Esto es, que el hombre se hace en cada
instante con sus acciones, y no es un papel que practica un libreto como para
haber nacido “héroe” o “villano”. Normalmente la gente está acostumbrada a
pensar que se puede o bien nacer de una u otra determinada manera, por lo que
entra en su marco de conceptos y así entienden el mundo. Sin embargo, según la
apreciación de Sartre esto no es completamente cierto, ya que un héroe puede
dejar de serlo.
Este existencialismo parte de los
hechos, en donde el sentido de la vida no es más que una mera suposición
fabricada por el hombre mismo al proyectarse hacia el futuro. En la realidad,
no existe ningún sentido y es solo uno el que se forja a sí mismo y por tanto
responsable de lo que es. Así, el cristianismo fabricó la creencia de que Dios
crea al hombre para un fin determinado, justificando además con ello que la
esencia precede a la existencia. Esto se ha proyectado al modo de fabricación
de objetos, en donde el artesano produce un objeto con fines particulares para
su uso. No es de sorprender, entonces, que aunque ya no haya Dios, el mismo
sistema de apreciación de las cosas persista, es decir, la forma y estructura
por el cual operaban. Así, una creación no puede concebirse sin un propósito
ulterior. La humanidad no puede definirse en base a la creación de algún dios
ya que esto supondría imagen preconcebida. Es cuando uno empieza a describirse
a sí mismo que se forja una propia imagen de sí mismo. En este sentido, se es
libre de elegir la forma cómo definirse y obrar. El ser humano está condenado a
ser libre.
Ser es serlo en relación hacia
alguien más, hacia el otro. La propia elección que uno hace tiene repercusiones
con otros seres humanos. Existe una intersubjetividad en las personas que no
puede obviarse. Esto no se ve debido a que se piensa, normalmente, que se está
separado de los demás, lo cual no es cierto, porque cuando uno quiere, por
ejemplo, casarse y tener hijos, está de alguna manera perpetuando la humanidad
entera, además, no hay que olvidar que al fin de al cabo cada persona es una
suerte de parte- holograma de la humanidad. Entender esto es importante para comprender la
angustia a la que hace referencia Sartre, ya que, según sus propias palabras:
“El existencialista suele declarar
que el hombre es angustia. Esto significa que el hombre que se compromete y que
se da cuenta de que es no sólo el que elige ser, sino también un legislador,
que elige al mismo tiempo que a sí mismo a la humanidad entera, no puede
escapar al sentimiento de su total y profunda responsabilidad”[1]
No
es una mera angustia en la que no se sabe qué hacer, resultando en el quietismo,
sino todo lo contrario, es acción. Es la oportunidad que se tiene para tomar
una iniciativa en base a la conciencia de lo que se está tratando, sin dejarse
ofuscar por el velo de los conceptos que empañan la vista hacia la angustia que
el hombre vivencia. Hay que ser sinceros con uno mismo, de ello surge una
acción que es libre. Es, como diría Alan Watts:
“La
espontaneidad es, después de todo, la sinceridad total –la implicación de todo
el ser en el acto sin la más ligera reserva-, y por lo general el ser
civilizado e ve incitado a ella por la más ruin desesperación, el sufrimiento
intolerable o la muerte inminente.”[2]
Y
claro está, como Sartre, esta desesperación supone la angustia de saber que el
hombre está “abandonado”, no hay un Dios que fije las conductas humanas, sino
que el hombre es libertad. Puede pensarse también que esta angustia surge como
reconocimiento del sinsentido de la vida, pero ello supone un arma de doble
filo, puesto que por un lado se representa como el mero caos, y por otro, la
libertad de poder forjarse a sí mismo. Como el mismo Sartre mencionó mediante
Dostoievsky “Si Dios no existiese, todo estaría permitido”.
La
verdadera libertad no surge del seguir parámetros y funciones impuestas desde
afuera, sino de la acción libre que surge en el instante de obrar, en donde se
determina lo que realmente es ser humano, y para ello se hace importante la angustia
como vía de aprehensión de toda esta situación. De aquí que la solución está en
el problema mismo y no fuera de él, como bien lo ejemplifica Sartre al señalar
que cuando uno busca un consejo y va hacia un sacerdote, ya sabrá lo que le va
a decir, porque se está dentro de un contexto en particular. Así, es uno mismo
quien pre-determina lo que hace. De esta forma, uno forja su propia cosmovisión
particular que le da sentido a su mundo, cuando hayan penas o glorias, siempre
habrá una explicación prefabricada. El desamparo de Sartre es el desamparo de
un mundo que ha sido abstraído para poder reconocerse tal cual se es, libre.
Este
desamparo también significa el poder actuar de acuerdo a las circunstancias,
pero no condicionado por las reglas a
priori ya impuestas, sino por el conjunto de posibilidades dadas en el
acto. Acción sin esperanza, no significa en lo absoluto alguna clase de
fatalismo, ya que el mismo fatalismo es tener una proyección premeditada de lo
que ocurrirá, sino más bien se trata de la acción que surge sin más, por así
decirlo, espontánea, en donde se obra según el instante consciente. Este
sentido de obrar sin acción se asemeja mucho a algunas corrientes orientales
como en el denominado wu wei, obrar
sin acción. En este “no-obrar” se deja que las circunstancias pasen para hacer
según el instante, sin tener nada en especial en la mente, sin esperar algo
especial, sin esperanza.
Ser
en relación también implica ser en acción. La objeción que dice que el
existencialismo es un quietismo carece de sentido por un malentendido. Cuando
uno se encuentra en acción, esto mismo involucra a muchas personas más, como
bien lo dice Sartre, “El otro es indispensable a mi existencia tanto como el
conocimiento que tengo de mí mismo”[3]. Y
así como involucra relación en este aspecto, uno se conforma mediante la
acción, esto es, se forja el ser mediante el hacer. Es en este sentido que
puede decirse que ser es relacionarse y ser en acción, muy similar en este
aspecto a la filosofía de Jiddu Krishnamurti años más adelante, en donde uno es
en relación a los otros, y de lo que hace de instante en instante, “La relación
es la cosa más extraordinariamente importante que hay en la vida. Si no
comprendemos esa relación, no podremos crear una nueva sociedad”[4].
Siempre
está el proceso de elegir, aunque se niegue uno mismo a hacerlo, ya está
eligiendo no-elegir. Y esta elección conlleva un compromiso. La diferencia en
esto es que no elige según cuestiones pre-establecidas, sino que está libre de
ellas y a partir de ahí ejecutar un hacer “más verdadero”. Es como una obra de
arte, en la que no se puede decir a
priori lo que hay que hacer. Esto porque el hombre se hace y se “construye”
a sí mismo por medio de sus actos. La vida no tiene sentido como tal, no hay un
camino trazado previo para que se pueda decir que la existencia es de una
manera u otra. Es imposible tratar de imponer leyes a la vida diciendo que ésta
surgió según ciertos a priori. La
vida es acción y relación, es cuando uno se proyecta hacia afuera que puede
darse sentido dentro de sí mismo, un proceso dialógico.
[1] SARTRE, Jean Paul, El
existencialismo como humanismo. Pág. 5, versión de internet.
[2] WATTS, Alan, Naturaleza, hombre
y mujer. Ed. Kairós, pág. 125. Cuarta edición. Barcelona, 2005.
[3] SARTRE, Jean Paul, El
existencialismo como humanismo, pág. 14, versión de internet.
[4] KRISHNAMURTI, Jiddu, La mente
que no mide, pág. 39. Ed. Edhasa. Traducción de
Armando Clavier, primera edición, Barcerlona, 1992.
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