El "sentido" del universo
Tiene sentido el universo? La respuesta puede llevarnos al abismo o al regocijo. La pregunta también: nace del desasosiego, de la esperanza y de la fugacidad. Arrojados sin aviso a esta esfera giratoria, a veces no podemos más que intentar asirnos a ella de algún modo que justifique nuestra presencia sobre su superficie. Si la pregunta aparece, las réplicas pueden ser tranquilizadoras (“a esta vida le sigue otra que no acaba”) o devastadoras (“sólo se vive una vez”). Cabe entender qué prefiriría uno creer si fuera posible elegir. Y eso sucede: podemos elegir. A riesgo, claro, de desinteresarnos por la validez de la respuesta. En ese desinterés se encarna lo religioso.
La idea de que sólo la religión puede otorgar sentido al universo adolece de varios errores. El primero es la falacia de composición: el universo (todo lo existente) tiene sentido porque (por ejemplo) cierta vida tiene sentido. Pero “el universo” es una categoría lógica y otorgarle la propiedad de sus elementos sería idéntico a, para seguir a Bertrand Russell, decir que como los hombres tienen madre, la humanidad también la tiene. El universo no es un ente real, sino sólo un concepto, el concepto de un todo y no puede cumplir la función de uno de sus elementos.
Pero junto a ese error de base se alza el que pretende animar a ese universo con un sentido pretederminado. Se alega que si no hubiera un Dios, seríamos como carros sin rumbo. Vaya utilitarismo el del Altísimo: ser legitimador del hombre, establecer con él una simbiosis sin la cual uno es nada si no está el otro. Es célebre la apreciación del deísta Voltaire: “Si Dios no existiera, habría que crearlo”. Menos conocida, pero no menos cáustica es la respuesta de Bakunin: “Yo invierto la frase de Voltaire, si Dios existiera, habría que abolirlo”. Da igual. Es evidente que la idea de que “sin Dios nada vale” (¿al dios de qué religión nos referimos?) está bien refutada por la cantidad de ateos en el mundo, los cuales vivimos “sin Dios”. Ello no nos impide despositar, si es necesario, “el sentido” en las más diversas cuestiones: el arte, el amor, el dinero, el placer, la familia, el juego, la amistad, el trabajo, el sexo, la lectura, &c. Dios, en definitiva, es completamente innecesario y apenas el nombre de todo lo que ignoramos. Sí: somos carros sin rumbo, y ésa es la aventura.
También se afirma que es la vida eterna, prometida por muchas religiones, la que otorga la razón de ser al universo. Aquí, la combinación de vida y conciencia de sí confunde los términos. La muerte, fin de la vida consciente, se aparece como un abismo que pone en crisis, para el hombre, toda su biografía. Resulta curioso que, sobre todo desde la soteriología, el vértigo lo provoque la muerte y no la inmensa oscuridad previa a la vida. Antes de vivir, la nada. Después de vivir, la nada. Pero la simetría no es atendida, y la muerte, por estar a continuación de la vida, estimula el vicio de proponer que el pulso de nuestro corazón le ha ofrecido al universo un aporte también vital. Estulticia. La “vida después de la vida” es una petición de principio y elude cualquier prueba para sostenerla como posible. Es el miedo a la muerte y al olvido lo que da nacimiento a estas ficciones. En contra del pensamiento religioso, el ateo considera que la vida consciente es una sola, y la única posibilidad de vivir más allá de la muerte es ser, por ejemplo, alimento de los gusanos. Ya que del polvo venimos y al polvo volvemos, pero sólo una vez nos enteramos.
Por último, la concepción religiosa occidental propone al hombre como justificador del universo y es entonces cuando hace su (re)ingreso el vicio antrópico. Esa fiebre ególatra, la misma que quizá alimentó -junto al fundamentalismo religioso- el Almagesto ptolemaico, da por resultado una entronización del supuesto papel humano en el mapa de todo lo que existe. La noción del hombre como (quizá) el único ser inteligente del orbe, ayuda a esta idea: los seres humanos tienen autoconciencia y conciencia del otro, y por ello, sin él, nada tiene “sentido”. Pero claro: es que el sentido siempre es otorgado por los hombres. Por cada uno de ellos. Por el individuo.
De otro modo, sino, aparece la confusión entre finalidad y funcionalidad, que conlleva a pensar que el sol está para iluminarnos o que la Tierra tiene el tamaño justo para albergar vida, cuando es al revés: es la vida la que se adapta al contexto de un mundo de este tamaño, con esta luz, y con estas condiciones geológicas. Es el hombre el que le da a una piedra la función de ser un arma para matar animales, y no la piedra la que está puesta en el suelo sólo para ser usada por nosotros, ya que si no atináramos jamás a encontrarla, la piedra igual seguiría allí.
La conclusión de un creyente sería muy simple: “creo que el universo es absurdo sin el hombre”. Esa creencia cumple una doble función: ser el alivio ante el espanto de lo efímero, y surtir a la divinidad con una intencionalidad, la de ponernos en esta pequeña mota de polvo a vivir nuestra vida.
Pero no es cuestión de creer. El universo tiene -poco más, poco menos- 15 mil millones de años. La Tierra, unos 4.600 millones. El origen de la vida fósil en este planeta, cerca de 4.000 millones. Mucho después de eso (hace 2.000 millones de años la evolución “inventó el sexo” para nuestra reproducción, y habría que estar agradecidos), hace menos de 10 millones de años, aparecieron mamíferos que se parecían muchísimo a nosotros, los humanos. Pero nuestra especie, propiamente dicha, lleva andando sólo un puñado de millones.
¿Qué surge de todo ello? Que el universo es indiferente a nosotros, de lo cual dan prueba la acumulación de segundos, minutos, horas, días, meses, décadas, siglos, milenios y millones de años que estuvo sin nosotros. Eso sin contar el tiempo, frío y desmesurado para nuestra conciencia, que podrá transcurrir si nos extinguimos como raza (lo cual puede pasar de hoy para mañana si estallan una veintena de las bombas nucleares que el mismo hombre ha construido). Es, si no absurdo, sí presuntuoso suponer que el universo nos estaba esperando ya que pudo y podrá prescindir tanto tiempo de esta ínfima especie.
Sí: la única manera de que “signifiquemos algo” para este universo es creerlo de esa manera. Yo mejor no creo nada: digo lo que deduzco de lo evidente. ¿Qué deduzco? Que vamos hacia ningún lugar porque éste es el único lugar. Que aquí estamos por casualidad, pero podríamos no estar: y el resto sería más o menos igual. Que lo que nos rodea (Tierra, cielos, naturaleza, mundo) no está allí para servirnos, porque, también, si nosotros no estuviéramos, nada cambiaría demasiado. Que no hay un motivo, una razón, un sentido por fuera de nuestros motivos, nuestras razones, nuestros sentidos.
Detrás de la ventana hay un árbol repleto de ciruelas: allí estarían, aunque no hubiese nadie que las quisiera comer.
La idea de que sólo la religión puede otorgar sentido al universo adolece de varios errores. El primero es la falacia de composición: el universo (todo lo existente) tiene sentido porque (por ejemplo) cierta vida tiene sentido. Pero “el universo” es una categoría lógica y otorgarle la propiedad de sus elementos sería idéntico a, para seguir a Bertrand Russell, decir que como los hombres tienen madre, la humanidad también la tiene. El universo no es un ente real, sino sólo un concepto, el concepto de un todo y no puede cumplir la función de uno de sus elementos.
Pero junto a ese error de base se alza el que pretende animar a ese universo con un sentido pretederminado. Se alega que si no hubiera un Dios, seríamos como carros sin rumbo. Vaya utilitarismo el del Altísimo: ser legitimador del hombre, establecer con él una simbiosis sin la cual uno es nada si no está el otro. Es célebre la apreciación del deísta Voltaire: “Si Dios no existiera, habría que crearlo”. Menos conocida, pero no menos cáustica es la respuesta de Bakunin: “Yo invierto la frase de Voltaire, si Dios existiera, habría que abolirlo”. Da igual. Es evidente que la idea de que “sin Dios nada vale” (¿al dios de qué religión nos referimos?) está bien refutada por la cantidad de ateos en el mundo, los cuales vivimos “sin Dios”. Ello no nos impide despositar, si es necesario, “el sentido” en las más diversas cuestiones: el arte, el amor, el dinero, el placer, la familia, el juego, la amistad, el trabajo, el sexo, la lectura, &c. Dios, en definitiva, es completamente innecesario y apenas el nombre de todo lo que ignoramos. Sí: somos carros sin rumbo, y ésa es la aventura.
También se afirma que es la vida eterna, prometida por muchas religiones, la que otorga la razón de ser al universo. Aquí, la combinación de vida y conciencia de sí confunde los términos. La muerte, fin de la vida consciente, se aparece como un abismo que pone en crisis, para el hombre, toda su biografía. Resulta curioso que, sobre todo desde la soteriología, el vértigo lo provoque la muerte y no la inmensa oscuridad previa a la vida. Antes de vivir, la nada. Después de vivir, la nada. Pero la simetría no es atendida, y la muerte, por estar a continuación de la vida, estimula el vicio de proponer que el pulso de nuestro corazón le ha ofrecido al universo un aporte también vital. Estulticia. La “vida después de la vida” es una petición de principio y elude cualquier prueba para sostenerla como posible. Es el miedo a la muerte y al olvido lo que da nacimiento a estas ficciones. En contra del pensamiento religioso, el ateo considera que la vida consciente es una sola, y la única posibilidad de vivir más allá de la muerte es ser, por ejemplo, alimento de los gusanos. Ya que del polvo venimos y al polvo volvemos, pero sólo una vez nos enteramos.
Por último, la concepción religiosa occidental propone al hombre como justificador del universo y es entonces cuando hace su (re)ingreso el vicio antrópico. Esa fiebre ególatra, la misma que quizá alimentó -junto al fundamentalismo religioso- el Almagesto ptolemaico, da por resultado una entronización del supuesto papel humano en el mapa de todo lo que existe. La noción del hombre como (quizá) el único ser inteligente del orbe, ayuda a esta idea: los seres humanos tienen autoconciencia y conciencia del otro, y por ello, sin él, nada tiene “sentido”. Pero claro: es que el sentido siempre es otorgado por los hombres. Por cada uno de ellos. Por el individuo.
De otro modo, sino, aparece la confusión entre finalidad y funcionalidad, que conlleva a pensar que el sol está para iluminarnos o que la Tierra tiene el tamaño justo para albergar vida, cuando es al revés: es la vida la que se adapta al contexto de un mundo de este tamaño, con esta luz, y con estas condiciones geológicas. Es el hombre el que le da a una piedra la función de ser un arma para matar animales, y no la piedra la que está puesta en el suelo sólo para ser usada por nosotros, ya que si no atináramos jamás a encontrarla, la piedra igual seguiría allí.
La conclusión de un creyente sería muy simple: “creo que el universo es absurdo sin el hombre”. Esa creencia cumple una doble función: ser el alivio ante el espanto de lo efímero, y surtir a la divinidad con una intencionalidad, la de ponernos en esta pequeña mota de polvo a vivir nuestra vida.
Pero no es cuestión de creer. El universo tiene -poco más, poco menos- 15 mil millones de años. La Tierra, unos 4.600 millones. El origen de la vida fósil en este planeta, cerca de 4.000 millones. Mucho después de eso (hace 2.000 millones de años la evolución “inventó el sexo” para nuestra reproducción, y habría que estar agradecidos), hace menos de 10 millones de años, aparecieron mamíferos que se parecían muchísimo a nosotros, los humanos. Pero nuestra especie, propiamente dicha, lleva andando sólo un puñado de millones.
¿Qué surge de todo ello? Que el universo es indiferente a nosotros, de lo cual dan prueba la acumulación de segundos, minutos, horas, días, meses, décadas, siglos, milenios y millones de años que estuvo sin nosotros. Eso sin contar el tiempo, frío y desmesurado para nuestra conciencia, que podrá transcurrir si nos extinguimos como raza (lo cual puede pasar de hoy para mañana si estallan una veintena de las bombas nucleares que el mismo hombre ha construido). Es, si no absurdo, sí presuntuoso suponer que el universo nos estaba esperando ya que pudo y podrá prescindir tanto tiempo de esta ínfima especie.
Sí: la única manera de que “signifiquemos algo” para este universo es creerlo de esa manera. Yo mejor no creo nada: digo lo que deduzco de lo evidente. ¿Qué deduzco? Que vamos hacia ningún lugar porque éste es el único lugar. Que aquí estamos por casualidad, pero podríamos no estar: y el resto sería más o menos igual. Que lo que nos rodea (Tierra, cielos, naturaleza, mundo) no está allí para servirnos, porque, también, si nosotros no estuviéramos, nada cambiaría demasiado. Que no hay un motivo, una razón, un sentido por fuera de nuestros motivos, nuestras razones, nuestros sentidos.
Detrás de la ventana hay un árbol repleto de ciruelas: allí estarían, aunque no hubiese nadie que las quisiera comer.
Fuente: http://razonatea.blogspot.com/2006/02/el-sentido-del-universo.html
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