CAPITULO VII
UN TIEMPO PARA LA GUERRA, UN TIEMPO PARA LA PAZ
COMBATIR es la razón de ser del caballero. Desde el momento en que recibe la investidura se convierte en un soldado de Dios, que debe atemperar su gusto por la guerra y someterle a exigencias de su fe. Pero ese gusto, esa pasión por las actividades guerreras permanece. Por lo demás, toda una literatura le entretiene. Una literatura que describe, al tiempo que exalta, heroicos combates en los que unos caballeros magníficos, portando brillantes armaduras, realizan hazañas increíbles antes de encontrar una muerte sublime o conseguir la más gloriosa de las victorias. Una literatura militante, que habla de guerra justa, de paz magnánima, que canta la valentía generosa de los que luchan porque se aplique el buen derecho de su señor, para defender a los ministros y bienes de la Iglesia, para ayudar a los débiles y a los pobres necesitados.
Pues bien, la realidad es otra. Las hazañas de un Calvan, o de un Lanzarote son fantásticas. No hay cotas de malla inexorables, no hay yelmos engastados de piedras preciosas, no hay espadas mágicas que hagan triunfar a los que las emplean. La guerra no es gloriosa sino interesada. La paz no es noble sino humillante y continuamente pisoteada. Las grandes batallas son raras y poco mortíferas; la muerte sublime no existe. Aquí igualmente, hay mucho trecho entre la luminosidad del sueño y el gris de la existencia cotidiana.
Guerras privadas y paz de Dios
A mediados del siglo XIII, el declarar la guerra es un derecho que pertenece a cualquiera. Se trata de uno de los medios que tiene todo individuo para salvaguardar sus derechos, siendo el otro el recurso a la justicia del señor. De alguna forma es factible la elección entre la vía de hecho y la vía del derecho. Esa concepción de la guerra privada, heredada de la antigua faida (derecho de venganza) de los germanos, había desaparecido prácticamente en la época de Carlomagno; reaparece sin embargo en el siglo X, con la decadencia de la autoridad central, y se prolonga hasta comienzos del siglo XIII convirtiéndose en uno de los rasgos fundamentales de la sociedad feudal. La guerra privada tiene sus propias reglas, se declara de acuerdo a una forma establecida y dura mientras no sea suspendida por una tregua o concluida por una paz. Abarca a todo el linaje de los beligerantes, hasta un grado avanzado, en general hasta aquel a partir del cual se permite contraer matrimonio sin dispensa. En la realidad, sin embargo, todos no pueden tener la iniciativa de la guerra, ya que ésta supone cierto poder, a la vez político y financiero. Así pues, la guerra es conducida esencialmente por los propietarios de feudos importantes, en nombre de sus propios intereses o, en escasas ocasiones, de los intereses de sus vasallos.
Salvo las cruzadas, de las que hablaremos más adelante, las guerras entre naciones no existían. La mayoría son luchas entre un señor y su vasallo, rivalidades entre dos feudos o venganzas entre dos linajes. Así, las continuas querellas que enfrentan al rey de Francia y al rey de Inglaterra no son en absoluto un conflicto entre dos países, sino una guerra privada entre un potente vasallo y su soberano, en la que cada cual busca un medio para defender lo que cree que es su legítimo derecho. Y cuando en 1214 Felipe Augusto marcha al norte de Francia para realizar la gloriosa campaña que culminará en la batalla de Bouvines, no acude tanto a enfrentarse contra una coalición internacional (a cuyo mando se halla, no obstante, el emperador y rey de Alemania, Otón de Brunswick) sino a castigar a un vasallo rebelde, a saquear el feudo de un hombre que ha faltado a sus deberes de feudatario: el conde de Flandes, Fernando.
Evidentemente, este aspecto jurídico de la guerra no es el único. Ya que si constituye una manera legal de sancionar sus derechos, es también un medio eficaz de aumentar su fortuna y poder. La guerra en el siglo XII supone siempre la búsqueda de un botín. Para los poderosos que la capitanean se trata menos de la expresión de una vulgar codicia que de una necesidad: los beneficios cosechados servirán para pagar a los mercenarios, fortificar los castillos y recompensar a los vasallos que han prestado su ayuda y, con ello, asegurarse una vez más su fidelidad para las siguientes operaciones. Algo que será tanto más valioso cuanto que éstas serán probablemente defensivas, puesto que un éxito conlleva siempre una nueva agresión. Para los caballeros que acompañaban a su señor, el botín representa el precio de su apoyo, ya que, como veremos, esa ayuda militar que les imponen las instituciones feudales no sólo les cuesta tiempo, sino también dinero, ya que cada uno debe equiparse a sus expensas. Y en todos ellos, aristócratas o plebeyos, vasallos o mercenarios, la idea del lucro y la rapiña se halla siempre presente e incluso constituye la principal motivación para ir a luchar.
Así pues, la guerra consiste más en capturar, robar y requisar que en vencer o matar al enemigo. Está hecha más de golpes de mano, saqueos, asedios, incendios que de acciones de envergadura y batallas decisivas. Se alarga con frecuencia, interrumpida por efímeras treguas y reaparece anualmente entre finales de marzo y comienzos de noviembre para nunca arreglar nada.
Por ello, los que pretenden alcanzar un objetivo, político o jurídico claro, recurren más bien a la negociación. Esta se lleva a cabo bajo formas diversas: encuentro entre dos beligerantes en una frontera, en territorio neutral o durante una peregrinación; intercambio de embajadores, prelados o laicos de alta alcurnia, que se benefician de su inmunidad, acompañados de una delegación numerosa y que son portadores de cartas credenciales y regalos cuya recepción es siempre solemne; utilización de enviados menos destacados, generalmente clérigos, con plenos poderes para negociar; recurso a arbitrajes y mediaciones, ya sea por parte de un poderoso personaje (el papa es representado por uno de sus legados; un gran señor emparentado con las dos partes presentes: como el conde de Flandes Felipe de Alsacia que quiso ser durante todo su «reinado» —1168-1191— el gran mediador de Occidente) o por parte de un grupo de árbitros designados tras un compromiso. La conclusión de un tratado es un hecho frecuente, y las garantías sobre las que se establece, numerosas: juramento sobre las Escrituras o sobre las reliquias; nombramiento de «rehenes garantes», es decir vasallos o súbditos que deberán convertirse en prisioneros si su señor no respeta el compromiso contraído en el tratado; amenaza de sanciones religiosas (excomunión) o jurídicas (retirada del homenaje o confiscación del feudo). No obstante, su eficacia sigue siendo escasa.
Las guerras privadas, entre pequeños vasallos o grandes feudatarios, son siempre conflictos interminables que asolan los campos y degeneran en bandolerismo. La Iglesia es la primera que interviene contra esa plaga. Además de la invitación a la cruzada y al establecimiento de la caballería —dos instituciones destinadas a canalizar al servicio de Dios los ardores guerreros de los combatientes— adoptó, en el transcurso del siglo XI, diferentes medidas ejemplares con el fin de limitar las desastrosas consecuencias de estas guerras. A mediados del siglo siguiente, las medidas pueden agruparse en dos grandes normas: la paz de Dios y la tregua de Dios. La primera destinada a proteger a los no beligerantes (eclesiásticos, mujeres y niños, campesinos, peregrinos, mercaderes) y algunos bienes de utilidad pública (iglesias, molinos, cosechas, animales de tiro), colocándolos «bajo la paz de Dios» con el fin de que no sean atacados o destruidos. La segunda prohíbe los enfrentamientos durante ciertos períodos del año (Adviento, Cuaresma, Pascua) o de la semana (desde el viernes por la tarde hasta el lunes por la mañana) que conllevan una vida religiosa más intensa. Violar la paz o la tregua de Dios es una felonía grave que supone la excomunión y la citación ante un «tribunal de paz» formado por prelados y señores. Las sanciones de dicho tribunal son siempre severas.
Respetadas y eficaces en un principio, dichas normas cayeron poco a poco en desuso cuando la Iglesia las amplió en exceso; particularmente a comienzos del siglo XIII, cuando intentó establecer la tregua de Dios cada semana desde el miércoles por la tarde hasta el lunes por la mañana. Un hecho es significativo a este respecto: la gran batalla de Bouvines (27 de julio de 1214), que enfrentó a los príncipes más poderosos de Occidente, tuvo lugar un domingo.
Sin embargo, fue el poder civil —en especial los soberanos—, el que tomó el relevo a la Iglesia para limitar las guerras privadas. Por ejemplo, Felipe Augusto, fue el primero en prohibirlas a los plebeyos. Además, instituyó varias leyes que fueron poco a poco imitadas, de formas diversas, por los reinos vecinos: la famosa cuarentena del rey que prohibía atacar a los parientes de su adversario durante los cuarenta días siguientes a la declaración de hostilidades (con lo que se pretendía poner fin a las frecuentes agresiones de sorpresa); la salvaguardia real que otorgaba a una persona, un grupo o un establecimiento la posibilidad de pedir la protección especial del rey: atacarle suponía atentar contra el propio soberano; finalmente el compromiso real que constituía una garantía por parte del rey de un pacto de no agresión establecido entre un señor y una comunidad.
Entre los años 1220-1230, la guerra es pues menos frecuente. A las limitaciones impuestas por las estaciones del año (en invierno no se lucha), las circunstancias atmosféricas (la lucha cesa cuando llueve), las horas del sol (jamás se lucha de noche), las limitaciones impuestas por la Iglesia (antiguas paz y tregua de Dios), se suman las que emanan de un poder soberano cada vez más poderoso.
A partir de ahora, la actividad esencial del caballero ya no es la guerra, sino el torneo.
El servido militar feudal
La segunda mitad del siglo XII está marcada por cierta decadencia de las instituciones militares. A los muy rigurosos principios feudales se oponen aplicaciones prácticas mucho más flexibles, donde el papel del dinero va haciéndose más importante que el de los compromisos vasalláticos.
El vasallo, a cambio de la tierra que le ha sido entregada en feudo, debe a su señor, entre otras obligaciones, una ayuda militar. Esta puede adoptar tres formas: la hueste, la cabalgada y la guardia o vigilancia. El servicio de la hueste sólo puede ser exigido por los señores situados en lo alto de la pirámide feudal: reyes, duques, condes. Es una expedición ofensiva a larga distancia, exigible una sola vez al año, y con una duración limitada de cuarenta días; cada vasallo acude con cierto número de sus propios vasallos (siendo dicho número proporcional a la importancia de su feudo) y se equipa a sus expensas (armas, víveres, caballos). Pasados los cuarenta días, el señor puede prolongar el servicio, pero entonces debe tomar a sus expensas los gastos de equipamiento y entregar una indemnización a los que han aceptado dicha prolongación. El servicio de cabalgada tiene una dimensión temporal (una semana generalmente) y espacial (el equivalente a una jornada de marcha menor). Este es el servicio que con mayor frecuencia se solicita, pues sirve sobre todo en la guerra entre vecinos: expediciones llevadas a cabo con rapidez sobre las tierras del adversario o golpes de mano intentados contra un castillo. Puede ser reclamado por el señor cada vez que le parezca. El servicio de guardia suministra jefes a la guarnición de la fortaleza señorial; al no tener más que un papel defensivo, lo cumplen sobre todo vasallos con cierta edad, inválidos o momentáneamente imposibilitados para guerrear.
Todo ello concierne de forma exclusiva a los hombres que poseen una tierra. Los servicios militares de los plebeyos se definen de forma mucho más difícil, ya que varían según las regiones. En el norte de Francia, los villanos sólo están obligados a prestar ayudas defensivas: guardia del castillo, y colaboración en la defensa del señorío cuando éste es atacado. A menudo, además, se han liberado de la primera pagando una tasa que permite mantener en su lugar una guarnición profesional; y para la segunda únicamente desempeñan un papel de circunstancia (vigías, cavadores, escoltas). No obstante, en sus propios dominios, el rey de Francia exige a veces un servicio al plebeyo: cada entidad administrativa (prebostazgo, comuna, abadía real) debe suministrar un contingente de tropas de a pie proporcional al número de hogares que cobija. Se pide entonces una aportación a todos los habitantes con el fin de equipar a los que han sido voluntarios o designados por sorteo.
Además, al lado de esas formas normales de ayuda militar, el rey y algunos de los grandes señores feudatarios pueden, en caso de peligro extremo, efectuar un reclutamiento masivo de todos los individuos, vasallos o villanos, para una asistencia no limitada en el tiempo: el llamamiento para la guerra es una reminiscencia del antiguo servicio público debido por todos los hombre libres al soberano carolingio. En el siglo XII, no obstante, dicho llamamiento sólo fue convocado una vez en Francia, por el rey Luis VI, cuando en el mes de agosto de 1124, el emperador Enrique V trató frustradamente de invadir Champagne 4.
Sin embargo, toda esta organización es bastante teórica. En sus aplicaciones, el servicio militar feudal funciona de forma mediocre. Aparecen pretextos en todos los niveles. Durante las cabalgadas, los pequeños vasallos titubean al tener que alejarse de sus tierras, y a menudo se niegan a servir más allá de los límites del señorío. En cuanto a los grandes señores, nunca acuden con presteza al llamamiento del soberano. En Inglaterra, son numerosos los que no aceptan seguir al rey en sus expediciones en el continente. En Francia, Luis VII y después Felipe Augusto encuentran dificultad para conseguir la ayuda de algunos de sus feudatarios; e incluso a veces sólo la consiguen tras complicadas negociaciones, en las que se alternan promesas y amenazas. De forma general, únicamente acuden a la hueste los que no se hallan demasiado alejados del campo de operaciones.
A estas carencias se suman los retrasos, la indisciplina, la relajación en el momento del combate y la mediocridad de los efectivos. Cada feudatario, en efecto, cuenta con un número bastante reducido de vasallos, a los: que él mismo tiene que negociar, prometer y amenazar con el fin de convencerles para que le acompañen. La misma deficiencia se encuentra de nuevo —al menos en Francia— en todos los escalones de la pirámide feudal. A comienzos del siglo XIII, por ejemplo, Felipe Augusto dispone de un ejército que no es superior a los 3.000 hombres, de ellos unos 2.000 son soldados de a pie que proceden del dominio real, 300 mercenarios de Brabante y 200 ballesteros. Incluso en tiempos de guerra apenas consigue reunir para su hueste más de 350 ó 400 caballeros. Un documento con el título Los caballeros del reino de Francia nos informa que en 1216, es decir, dos años después de la batalla de Bouvines, el ejército del reino no contaba con más de 436 caballeros, todos originarios del norte de Francia. Así, el duque de Bretaña, Pedro I Mauclerc, lleva con él a 36 caballeros, cuando puede reclutar diez veces más para su propio servicio de hueste; el conde de Flandes aporta 46, y el ducado de Normandía, el más poderoso de la cristiandad, únicamente 60.
Extraído por Krisaltis del libro: "La vida cotidiana de los caballeros de la tabla redonda", por Michel Pastoureau
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