La enfermedad como negocio
Montse Arias
Cuando el doctor Hamer, después de años de observación y tratamiento del cáncer, explicó al mundo que en el origen de esta enfermedad siempre había un conflicto psicológico y que la curación empezaba cuando el paciente era capaz de localizarlo en su interior y resolverlo, puso el dedo en la llaga… y el sistema médico-industrial se le echó brutalmente a la yugular. No podía permitir que alguien pusiera en evidencia, y en peligro, la compleja red de negocios en torno al cáncer. Hamer acabó en la cárcel acusado de ser un peligro público (en la actualidad sigue tratando a pacientes de todo el mundo desde el más discreto de los anonimatos).
La historia de la medicina, y muy concretamente del cáncer, cuenta con otros episodios parecidos. En las décadas de los cincuenta y sesenta, Gaston Naessens desarrolló el GN-24 y el 714-X, ambos productos anticancerígenos que, a pesar de su comprobada y espectacular eficacia, no pudieron ayudar apenas a nadie. Naessens, aunque no fue condenado (contó en el juicio con el apoyo de pacientes suyos que se presentaron como prueba irrefutable del poder curativo de sus tratamientos), sufrió el bloqueo de sus medicamentos.
Son ejemplos del corporativismo de las instituciones médicas y de la inmediata y violenta reacción de la industria químico-farmacéutica contra cualquier evidencia de que al sistema médico-industrial no le interesa potenciar la salud, sino rentabilizar al máximo los negocios creados en torno a las enfermedades. Así que cualquier interferencia en sus planes, sobre todo si se percibe exitosa, es atajada de raíz; a la institución médica no le preocupan los posibles fallos de las otras medicinas, sino sus efectivos aciertos.
No se puede, ni se debe, analizar el tema de la medicina fuera del contexto del sistema, diseñado y controlado por las gigantescas industrias transnacionales, entre cuyos planes está el de acabar con toda actividad que pueda desarrollarse al margen de ellas; especialmente si es autosuficiente y funciona a nivel local. De ahí la guerra abierta contra la agricultura tradicional y la agricultura biológica, contra las formas de vida de los pueblos indígenas, contra las energías renovables… contra las medicinas tradicionales y las otras medicinas.
No son situaciones casuales ni desconectadas, sino que responden a unas normas muy concretas. Son las normas de la OMC (Organización Mundial del Comercio), que ha sustituido las leyes de la Naturaleza por las leyes del mercado, convirtiendo todo, incluida la propia vida y la salud de las personas, en pura mercancía.
Bajo la férrea dictadura de la OMC, los médicos, y el propio Colegio de Médicos, se han convertido en meros servidores de un sistema que nos oculta las verdaderas causas de las enfermedades y cómo protegernos de éstas; y que, por tanto, nos niega la posibilidad de responsabilizarnos de nuestra salud. Las medicinas que muestran que la salud es cosa nuestra y nos educan para entender, por ejemplo, que las infecciones dependen más del nivel de contaminación física, ambiental y emocional, que del ataque de virus, bacterias y microbios, son catalogadas de intrusas y, a menudo, de atentar contra la salud.
La dictadura de las multinacionales químico-farmacéuticas han mostrado su cara más inhumana cuando unos padres han sido perseguidos y amenazados con la cárcel por arrancar a un hijo enfermo de las garras de un sistema con cuyos agresivos métodos estaban radicalmente en contra; o por no querer vacunarlo, convencidos de que hay otras formas más naturales y seguras de fortalecer su sistema inmunitario, como, por ejemplo, eliminando todo elemento inmunodepresor, como el uso sistemático de medicamentos y vacunas, o la ingesta de comida contaminada por pesticidas, aditivos, hormonas, organismos manipulados genéticamente…
Siendo, como es la enfermedad, y no la salud, el objeto deseado de los negocios médicos, está claro que la autogestión de la salud, base de las otras medicinas, mal llamadas alternativas, no interesa a los planes de la OMC; simplemente porque implica una manera de funcionar fuera de los límites de sus vastos dominios. Y eso es, para su forma de concebir el mundo, una auténtica herejía que hay que perseguir y eliminar, en nombre de la única medicina con licencia para tratar enfermedades.
Después de décadas de políticas de liberalización de bienes, con las directrices de negociación del AGCS (Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios) adoptadas en la OMC el 28 de marzo de 2001, llegan las políticas de liberalización de los servicios públicos. Todo, absolutamente todo, desde la gestión de residuos a la educación y la sanidad, va a pasar a manos de multinacionales de servicios, arrebatando la soberanía de los gobiernos locales, regionales y nacionales para gestionar las políticas, en este caso las sanitarias, dentro de sus fronteras. Bajo el acuerdo del AGCS, los miembros de la OMC están comprometidos a “liberalizar progresivamente” los diferentes sectores de los servicios.
El plan es colosal y las fuerzas para ejecutarlo, inmensas. La Coalición de Industrias de Servicios de EE.UU. (USCSI) presiona “para alcanzar la liberalización máxima de todos los servicios (…) incluidos los de energía, medio ambiente, educación y sanidad”. Su optimismo es inquietante; la USCSI está convencida de poder “progresar mucho en las negociaciones del AGCS para dar la oportunidad a las empresas estadounidenses de expandirse en los mercados extranjeros de la salud”. David Hartridge, director de la división de servicios de la OMC, declaraba en 1997: “El AGCS acelerará el proceso de liberalización y de reforma [de los servicios públicos] y hará que sea irreversible”.
Tal como dice la Internacional de Servicios Públicos (ISP), “hay una diferencia fundamental entre los objetivos de los sectores público y privado. Los servicios públicos sociales y de la salud se financian y se suministran colectivamente y son accesibles a todos los individuos, mientras que los servicios sociales y de la salud privados no son sino productos que se venden a los individuos”. Se vislumbra una aterradora ampliación de la injusticia global: sólo los ricos podrán comprar un servicio privado de salud completo, mientras que los servicios públicos, subfinanciados, se ocuparán de los pobres y de los enfermos crónicos.
La privatización de los servicios de la salud y la sanidad es una traición a la Declaración de Alma Ata adoptada por la OMS en 1978, cuyo objetivo era que todos los gobiernos, en el año 2000, asegurarían a todos los ciudadanos del mundo un nivel de salud que les permitiría vivir en seguridad económica y social.
Los planes del AGCS no sólo impedirán ese legítimo derecho de los pueblos, sino que establecerán aún más barreras al ejercicio de las otras medicinas. Urge, antes de la completa entrada en vigor de las perversas normas del AGCS, la creación de sólidas estructuras sanitarias al margen del sistema para que éste no sitúe impunemente en la ilegalidad formas de medicina que, además de sociales y efectivas, no tienen efectos secundarios. Urge, por ejemplo, un Colegio de Médicos alternativo que proteja el buen hacer de sus colegiados contra las denuncias del Colegio de Médicos oficial, y el bloqueo del sistema médico-industrial, que bien seguro aumentarán en la medida que las otras medicinas vayan convirtiéndose en un impedimento para la ejecución de los planes de la OMC de convertir, aún más, la enfermedad en un negocio privado y lucrativo para las industrias médicas.
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