Sacado del libro "Amériga mágica" de Jorge Magasich y
Jean-Marc De Beer
Jean-Marc De Beer
EPÍLOGO
La época en que los mitos americanos movilizaron a los
conquistadores ha dejado
numerosas huellas geográficas. California era el
nombre de una comarca situada cerca del
Paraíso, según el romance de caballería “Amadís de Gaula”. Patagonia era la tierra del
Patagón, un personaje de “Primaleón”, otro romance de caballeros
andantes. Guayana proviene
del mítico imperio de “Guiana” donde estaban el lago Parime y
Manoa, la capital de
El Dorado. Las Islas Salomón deben su nombre a una expedición que llegó hasta ellas en
busca de las minas del rey bíblico. El Río de la Plata y Argentina encarnan
el deseo de
encontrar la “Noticia Rica” y la “Sierra de la Plata”. El
archipiélago de las Antillas evoca la
mítica ínsula de “Antilia”. Y el Río más caudaloso del planeta
debe su nombre a la nación
de mujeres guerreras.
Los sentimientos sociales que hoy llamamos “mitos”, en tiempos
del Renacimiento
formaban parte del mundo que los europeos intuían como real. La
frontera entre lo perceptible
y lo imaginado era entonces incierta. Cuando los exploradores
reunían informaciones
sobre la faz oculta del planeta, la creencia en mundos y seres
imaginarios, descritos por la
tradición y las Escrituras era una fuente de información, a
veces tan importante como los
descubrimientos geográficos y avances tecnológicos.
Estas dos maneras de percibir la realidad coexisten en los
hombres que emprendieron
los descubrimientos. Se esforzaban en conocer los nuevos mares y
continentes,
midiéndolos y confeccionando cartas, y, al mismo tiempo,
situaban en ellas las comarcas
imaginarias. El descubrimiento de América produjo un curioso y
singular desplazamiento
mental. Los mitos que el subconsciente colectivo de los pueblos
europeos había situado en
el Lejano Oriente, entonces prácticamente inaccesible, fueron
transferidos al Nuevo Mundo,
que sí estaba al alcance de los navíos europeos. Quizá por
primera vez en la historia, los
europeos creyeron poder llegar a los mundos de ensueño. Bastaba
cruzar el océano y emprender
la conquista de nuevas tierras. Allí asechaban terribles
peligros, pero los espera la
suprema recompensa: el codiciado oro, a raudales.
La asociación entre mundos imaginarios y riquezas que se produce
en la mente de
los colonizadores, será un elemento motor en la colonización. La
primera generación de
descubridores, como Colón y Vespucio, buscará sobre todo el oro
en lugares míticos que
figuran en las Escrituras, como el Paraíso, las minas del rey
Salomón, o en creencias antiguas
como el Aurea Quersoneso. En cambio sus sucesores –los
conquistadores– se empecinan
en hallar imperios tan o más ricos que el de los Aztecas o el de
los Incas, saqueados por
Cortés y Pizarro.
Una vez emprendida la colonización, la mitología se adaptó a los
fantasmas de los
conquistadores adquiriendo colores americanos. Durante el siglo
XVI y parte del XVII,
centenas de expediciones que soñaban con imperios y ciudades
doradas, recorrieron el
continente en busca de El Dorado, Cíbola, El Paitití y los
Césares. Estos productos de la
imaginación colectiva motivaron la acción de los conquistadores
y constituyen una de las
causas de la exploración y del poblamiento europeo de América.
La búsqueda de las ciudades doradas, durante al menos dos
siglos, modeló a los
conquistadores y a sus sucesores. Para ellos, el enriquecimiento
no era asunto de trabajo,
ahorro ni acumulación. Era acelerado, impetuoso. Resultaba del
desprecio a los peligros
que asechan en el camino de la ciudad oculta, la apropiación de
sus tesoros y el inevitable
saqueo final. Las generaciones siguientes no encontraron
ciudades doradas pero buscándolas
se apropiaron de inmensos territorios y de los indios que los
poblaban, institucionalizados
como las “encomiendas”. La conversión de aventureros en grandes
propietarios de tierras
e indios, generó comportamientos de aversión a una actividad tan
vulgar como el trabajo y
un sentimiento de honra medieval, dominante y racista, asociados
a la fortuna obtenida a
través del despojo. Este sistema de valores formó la
personalidad de los señores de América
y en algunos casos permite explicar conductas actuales.
El comportamiento de españoles y portugueses frente a los mitos
fue diferente.
Para los españoles, el descubrimiento y la apropiación de las
tierras americanas es la continuación
de las guerras que los reinos ibéricos-cristianos libraron
contra los reinos
ibéricos-musulmanes y contra la población ibérica-judía. Sin que
estuviera en sus planes,
los soldados cristianos llegaron a un nuevo continente donde
prosiguieron de cierta manera
la Reconquista. Los movía el espíritu misionero alimentado por
los romances de caballería
y la literatura religiosa. También la intolerancia y la negación
del otro. Creyeron fácilmente
en seres y tierras fabulosas; la racionalidad interviene sólo en
una pequeña parte de sus
motivaciones.
Los portugueses, en cambio, habían terminado la Reconquista dos
siglos antes.
Durante el siglo XV exploraron sistemáticamente las costas
africanas en busca de la ruta
hacia el Oriente. Sus objetivos eran pragmáticos: comerciar
directamente con los productores
de especias e instalar colonias productivas que pronto tomarían
la forma de plantaciones
esclavistas. Su acción responde a un plan extremadamente racional
y rara vez partieron
tras paraísos o imperios dorados.
Los mitos nacieron, vivieron, actuaron y finalmente se han
diluido en el olvido.
Aunque no totalmente. El mundo que nos rodea está impregnado de
mensajes que insi223
núan el retorno a una inocencia primitiva o proponen substancias
extraídas de la naturaleza
salvaje capaces de atenuar las huellas de envejecimiento. Se
evoca (a veces con intención
discriminante) la horda de seres sin rostro, innumerables, que
podría invadir el mundo
desde el Oriente. Tampoco faltan las fábulas sobre lugares
inexplorados –en la tierra, las
profundidades del mar o el cosmos– que podrían estar poblados
por seres monstruosos,
como tiburones descomunales, la bestia de loch Ness, el Yeti o
el Alien de Ridley Scott.
Estos seres contemporáneos no son tan diferentes del terrible
grifo o de los ejércitos de
acéfalos ewaipanomas.
Las sociedades humanas conservan temores seculares que no se han
desvanecido y,
al mismo tiempo, acarician el viejo sueño de encontrar al fin la
Edad de Oro. Este es probablemente
el hilo conductor que une el Paraíso que Cristóbal Colón creyó
percibir en el
Nuevo Mundo, con los proyectos de sociedades utópicas del Siglo
de las Luces y con los mitos
de nuestros días.
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